Ayer fue el cumple de mi padre, para celebrarlo fuimos a la casa de mis abuelos en Laujar, un pueblo de la Alpujarra Almeriense, donde ha pasado todos los veranos de su infancia (y la mayoría de los míos). Después de comer se levantó el viento fresco y silencioso que se adelanta a una tormenta de verano. Pensé que no podía haber mejor regalo que un poco de agua que refrescase el ambiente y limpiase el campo, para un año tan seco.
Mi sorpresa vino al ver que tras los primeros truenos no llegaba nunca el agua sino el elemento opuesto, dos montes por detrás de mi casa empezaba a verse una columna de humo negro que poco a poco iba cobrando cuerpo y fuerza. Dejamos la casa para visitar el cortijo de uno de mis tios, desde allí podía verse el incendio perfectamente, dos focos, que iban comsumiendo el monte y tres helicopteros que en sus idas y venidas a embalses cercanos intentaban extinguirlos.
Siempre ocurría lo mismo, cuando parecía que una zona estaba controlada, el fuego por el otro lado ganaba fuerza y dimensiones, traspasó el cortafuegos y... entre la rabia por el fuego y el consuelo de que al menos no fue provocado, volví a casa...
Prefería las tormentas en las que se descargaba agua y no fuego.